La noche oscura, la tristeza infinita, el dolor que rasga el alma...
Camino que parece sin salida, deseos de morir sin valor ni siquiera para morir.
La depresión es quizá uno de los enigmas más grandes del alma humana.
Podría ser motivada por todo y por nada, por una pérdida, por un gran dolor del pasado, falta de sentido en la vida o llegar así de forma inesperada cuando todo parecía fluir bien.
La depresión nos conecta con nuestros dolores más profundos, con nuestros miedos más inexplicables, incluso nos desconecta de lo que creíamos nos daba placer y nos significaba en la vida.
Un desierto, el vacío, la oscuridad, la ausencia de todo, la falta de deseo por nada.
Pararnos frente a un espejo que no refleja nada porque en ese momento nada somos.
Un camino a la santidad o a la locura...un pasaje a la vida o que nos hunde en la aparente muerte.
Y huimos de ella tomando pastillas para sobrevivir, corriendo tras el placer desmedido para callar su voz, usando sustancias que nublan la conciencia pero, esta amiga, termina encontrándonos en el silencio de nuestra habitación, en el rincón más remoto de nuestra existencia.
Y al final nos abraza, nos toma y en su seno lloramos las pérdidas y los fracasos.
Nos acurrucamos en su cálida agonía sufriendo lo que habíamos evitado sufrir por las prisas de la vida.
Reconocemos su presencia como reconocemos la necesidad de la noche y del frío y de la soledad.
Al reconocerla mirándola cara a cara, al vivirla y abrazarla, Ella, la depresión que no es otra cosa que nuestra propia sombra se retirará apacible por que ya habrá encontrado la luz.
Y así cada tanto tocará a nuestra puerta para permitirnos limpiar el corazón con lágrimas, descansar en sus brazos para visualizar nuestra oscuridad.
Y nos ofrecerá parirnos a nosotros mismos, pasar por la estrechez de la incertidumbre, atravesar la opresión con los ojos cerrados para salir a la luz de la conciencia.
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