A veces descuidamos nuestro mundo interior, esa particular forma de ser y de sentir que nos hace únicos. Al perder ese centro, perdemos confianza y autenticidad; pero cuando volvemos a él, las recuperamos. Te contamos cómo puedes hacerlo:
A menudo, queriendo comprender la realidad, nos limitamos a observar la apariencia, el envoltorio. A todos nos importa la imagen que proyectamos a través de nuestras palabras y nuestros gestos, nuestras conductas y nuestro cuerpo. Por eso cuidamos lo que de nosotros se ve, lo que parece, aunque a menudo intuimos que lo que parece no es.
Cómo confiar en uno mismo
Es cierto que la imagen, nuestra capa externa, es eficaz y poderosa para darnos estabilidad y realidad. Ver nos ayuda a objetivar las cosas haciéndolas reales: si no nos podemos fiar de lo que nos muestran los ojos, sentimos una gran incertidumbre e inseguridad.
Lo objetivo –lo que podemos ver– siempre ha ido de la mano del pensamiento científico y, por extensión, este parece que se ha adueñado del territorio de la verdad. Y la verdad, por definición, no es cuestionable.
Sin embargo, existe otra cara de la moneda que no podemos obviar: el mundo interno formado por nuestras experiencias y nuestra subjetiva forma de ver y sentir. Una parte que no es visible, pero sí evidente.
Unir imagen e interior
Nuestras sensaciones, emociones y pensamientos también nos ayudan a tener claro lo que queremos, lo que es importante o no para cada uno de nosotros. Cerrando los ojos encontramos otra forma de mirar.
Porque la realidad no es solo eso que aparece ante nuestros ojos. Incluso tú misma tienes facetas desconocidas con las que te sorprendes en momentos imprevistos. Seguro que alguna vez has exclamado: “No me puedo creer que yo haya podido hacer esto. ¡No me reconozco, pero no me arrepiento, estoy orgullosa de tener esa fuerza!”...
Sabemos que cuando nuestra imagen y nuestro interior dialogan y se complementan, aparece la armonía.
¿Cómo podemos acercarnos a nuestros estados de ánimo? ¿Cómo podemos entender que los miedos, el abandono, los monstruos, la parálisis que a veces sentimos forman parte del transitar de la humanidad?
En los cuentos y en los mitos aparecen imágenes sencillas y a la vez muy ricas que evocan el mundo interior. Nos hablan de sensaciones conocidas, de estrategias para crecer, para avanzar hacia la plenitud de nuestra vida. Como en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas...
El mensaje de Alicia
A punto de caer en el sueño e ir a parar a ese extraño país, Alicia ve un conejo. Es decir, aparece algo que entra de lleno en su campo de interés y llama su atención. Es así como, una vez “despierta”, se levanta y sigue al conejo, que penetra en su madriguera. Con los ojos cerrados, se adentra en lo imposible y cae por el agujero desnuda y frágil, sí, pero también abierta a nuevas posibilidades y oportunidades.
La realidad, el mundo “normal” de fuera, se ha interrumpido. Bajo la superficie habitan otros significados, otras formas de ver y entender la vida y a las personas. El país de Alicia no es un país de las maravillas, es un lugar incierto en el que pasan cosas extrañas, parecido a nuestro día a día, en el que andamos sin saber cómo vamos a reaccionar.
No siempre tenemos claro si lo que nos estamos comiendo es un trozo de pastel o un veneno, si las experiencias nos ayudarán a crecer o no. Vivimos la aventura de Alicia, que experimenta el misterio de aumentar y disminuir en un trasiego por habitaciones que, sin saber cómo, a veces resultan grandes y a veces pequeñas.
Esta es una sensación que la historia de Alicia refleja a la perfección y que encierra una cuestión importante sobre la propia identidad, sobre cómo saber si uno es adecuado. ¿Tengo el tamaño, la medida, la proporción que me permite desenvolverme en la vida?
Si respondemos esta compleja pregunta basándonos exclusivamente en lo que piensan u opinan los demás, dejando a un lado nuestros propios pensamientos y sentimientos, terminamos por sentirnos perdidos. Como Alicia, o como Esther.
Romper creencias limitantes
También Esther estaba desbordada, no lograba salir de un bucle: hiciera lo que hiciese, nunca acertaba. Todos sus intentos la devolvían una y otra vez a una situación de fracaso.
Si intentaba ser simpática, su sensación era que resultaba pesada; en la delicadeza, le tomaban el pelo; si meditaba, resultaba que quería llamar la atención; si se quedaba en casa, era porque era aburrida, si decidía ir a bailar, entonces se le reprochaba que era inútil recuperar los años perdidos. Si pedía caricias, ñoña, y si se compraba un sostén de los que quitan el hipo, era una buscona... Y con tanto si, no llegaba a parte alguna.
Esther, como Alicia –y como muchos de nosotros–, se paseaba por espacios que la comprimían hasta asfixiarla. Cada día se enfrentaba a momentos de presión, de estrechez mental o afectiva. Se desesperaba y se decía “Aquí no puedo estar”, pero a la vez estaba tan apretada que no podía ni moverse. Eran lugares, actitudes y formas de responder que ya no le servían porque había crecido.
En otros momentos, en cambio, se sentía pequeña, mínima, reducida, como si su alrededor de pronto se hubiera hecho inmenso, y todos se hubiesen alejado hasta dejarla completamente sola.
Sentir que no se está a la altura, sentirse inadecuada, causa un gran dolor. Y entonces todo puede volverse oscuro, como la pregunta de Alicia sobre su propia identidad: ¿Quién soy yo? Y aparece un temor, en Alicia y en Esther –“Si no sé quién soy, ¿puedo diluirme y ser cualquiera?– que puede ir seguido de una esperanza de cambio y liberación: “Quizá puedo ser otra”.
Es importante aceptar cómo nos sentimos, sabiendo que nuestro estado de ánimo puede ser pasajero.
Reconocer lo que somos para, al menos, andar de la mano con nosotros mismos. El mundo de nuestra interioridad, nos empuja a hacernos preguntas, y muchas veces nos gustaría saber si los demás piensan y sienten algo parecido. Pero para eso sería necesario que nos arriesgáramos a compartir nuestras emociones. Es posible que las coincidencias nos sorprendieran...
Creemos que nuestra forma de ver las cosas es territorio de lo íntimo y subjetivo. Frente a un mundo centrado en lo práctico, en lo cuantificable, operativo o adquirible, la subjetividad ha quedado devaluada. Es como si nos dijéramos “Lo que yo siento solo me pasa a mí, únicamente tiene que ver conmigo”. Así nos vamos encerrando en nosotros mismos.
Por el miedo a fracasar, perdemos el contacto con nuestros propios significados, con lo que para cada uno tiene sentido. Per también nos aislamos de los demás. Estamos convencidos de que el sufrimiento, el dolor, la desesperanza, la ilusión es nuestra y solo nuestra. Y la soledad es aliada del silencio, que nace en la incomprensión.
Fuente: www.mentesana.es
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