Nos obsesiona tanto el diagnóstico de nuestro sufrimiento que nos arrojamos a él como si pudiera garantizar una ayuda infalible.
¿Qué es un diagnóstico en materia de salud mental? Esta es la pregunta que se me plantea cuando empiezo a escribir este artículo. Y no me sorprende darme cuenta de que no sé bien cómo contestarla.
Porque, preguntaos ¿qué es un diagnóstico en materia de salud mental? ¿Acaso es algo tan certero, tan preciso, como un diagnóstico de un mal estomacal, de un cáncer incluso?
Para diagnosticarte depresión, ansiedad o un trastorno de la personalidad, ningún profesional te hace un examen cerebral y detecta entonces ese temido mal que infesta tu cabeza.
No; los diagnósticos, en materia de salud mental, llegan a través de eternos test psicológicos, preguntas y respuestas con mayor o menor sentido, y la experiencia y estudios del profesional en cuestión.
Por esta razón, a menudo me pregunto si verdaderamente deberíamos darles a los diagnósticos de los llamados “trastornos mentales” la importancia que les damos.
No me voy a meter en el peligroso terreno de analizar si realmente nos conviene que nos diagnostiquen formalmente un “trastorno mental” en el contexto psiquiátrico actual, en el que existen riesgos de ingresos forzados o de acabar medicándote de por vida, tomando unas pastillas o un jarabe que pueden implicar durísimos efectos secundarios para muchas.
No, no me hace falta escribir sobre eso para dudar de la importancia en nuestras vidas de los diagnósticos psiquiátricos. Me basta con preguntarme hasta qué punto buscamos en el diagnóstico una explicación de qué es lo que nos duele, de qué es lo que nos hace sufrir, que ningún diagnóstico podrá sintetizar al completo jamás.
Me basta con preguntarme, en realidad, hasta qué punto buscamos en el diagnóstico la validación que como personas que sufren se nos ha negado durante tanto tiempo (y más aún en el caso de las mujeres, a las que se nos invalida sistemáticamente, por activa y por pasiva, tildándonos de “exageradas” e “histéricas”).
Lo que quiero decir con esto no es otra cosa que la siguiente: ¿cuántas de nosotras, como personas que atraviesan periodos más o menos crónicos de sufrimiento psíquico, de sufrimiento emocional, nos hemos pasado tanto tiempo viendo cómo le quitaban hierro al asunto y nos negaban los tratamientos que necesitábamos que al final lo hemos apostado todo a que acierten con el diagnóstico?
¿Cuántas de nosotras se lo hemos confiado todo a ese diagnóstico, como si, una vez conocido a la perfección el mal que nos ha tocado por ruleta genética, la solución ya estuviera en camino?
Si existe verdaderamente una solución perfecta, y especialmente si existe en forma de medicación de por vida, es otra cuestión. Lo que a mí me preocupa es que seamos tantas las que le confiamos al diagnóstico la llave de nuestra seguridad, de nuestra auto-validación, de nuestra capacidad de comprendernos a nosotras mismas.
A lo largo de mi trayecto por diferentes consultas, públicas y privadas, de profesionales de la salud mental me he obsesionado con que me diagnosticasen depresión, ansiedad, bulimia nerviosa, trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno límite de la personalidad, alcoholismo, trastorno bipolar, trastorno dismórfico corporal… tantas y tantas etiquetas que no significaban en el fondo otra cosa que sí, Sol, estás sufriendo; y sí, Sol, mereces recibir ayuda para aliviar tu sufrimiento, para encontrar mejores métodos para ser tú la que, en última instancia, te ayudes a ti misma.
Y, hablando con amigas, e incluso con desconocidas que acuden a mí en búsqueda de consejo para encontrar el “tratamiento perfecto” para sus “trastornos mentales”, me he dado cuenta de que la obsesión por el diagnóstico no es un mal que me aqueje solo a mí.
De que, a veces, la obsesión por el diagnóstico puede llegar a empeorar el mal en sí, el sufrimiento psíquico y emocional; porque no nos diagnostican lo que creemos que tenemos, porque tardan, porque nos modifican una y otra vez el diagnóstico… y, en definitiva, porque lo apostamos todo a una etiqueta que en realidad nunca podrá sustituir las ansiadas palabras que necesitamos oír.
Y estas palabras son:
“Tu dolor importa, tu vivencia importa, y no eres menos que nadie por sufrir ni tienes menos derecho a sufrir porque tu vida sea en apariencia mejor que la de otros”.
Estas palabras son:
“Estoy aquí para ti y, lo que es más importante, tú estás aquí para ti y si te tienes a ti misma, nunca estarás sola con tu dolor”.
Estas palabras son:
“La ayuda está en camino, la ayuda ya llega, y no necesitas ningún diagnóstico para ser por fin merecedora de ella.”
Fuente: www.mentesana.es
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