El duelo es un proceso que suele complicarse cuando nos enfrentamos de manera frontal a él, igual que cuando lo ignoramos o lo negamos. Sin embargo, su intensidad se reduce cuando nos damos la oportunidad de sentir las emociones que lo acompañan.
El duelo como oportunidad experiencial aparece en el momento en el que perdemos algo valioso. El duelo supone una despedida, un adiós a alguien o algo que hasta entonces nos generaba emociones positivas. Aunque es un proceso que ninguno de nosotros quiere experiementar, en ocasiones resulta tremendamente reparador.
La tristeza y otras emociones asociadas se hacen necesarias para que nuestro cerebro pueda procesar y asimilar la pérdida. En este sentido, no podemos considerarlas emociones negativas ni disfuncionales que tengamos que negar o tapar de algún modo, sino todo lo contrario.
Es gracias a a tristeza, la desolación o la frustración, que podemos tomar contacto con la realidad, experimentarla y finalmente renacer y continuar con nuestra vida, aunque nos falte una parte.
Es importante que no visualicemos el proceso de duelo como un enemigo a evitar. Esta aflicción es parte consustancial de lo que significa vivir y por lo tanto, antes o después, todos nosotros nos veremos obligados a hacer frente a este dolor. Ya sea por la pérdida de un ser querido, una ruptura sentimental o la noticia de alguna enfermedad, el duelo aparecerá para ayudarnos a adaptarnos a la nueva situación.
Es por ello que, cuando aparezca, sería útil estar preparados para tomar contacto con todos los sentimientos que vayan aflorando. Las heridas del alma no distan mucho de las emocionales. Cuando tenemos una lesión, tras desinfectarla y limpiarla, el médico nos suele recomendar que la dejemos al aire; de esta manera, aceleramos la curación. Evidentemente, estos movimientos dirigidos a que la herida cicatrice son ineludiblemente dolorosos, pero indispensables.
Las etapas del duelo
Desde la psicología, y dependiendo del autor que consultemos, podremos comprobar que el duelo pasa por diferentes etapas. Se ha hecho referencia sobre todo a que en las primeras fases es normal que se produzca una reacción de shock, incredulidad o negación. Posteriormente pasaríamos a emociones más intensas, como la rabia, la depresión o la desolación. Superadas todas estas fases, llegamos a la etapa final de aceptación, en la que por fin sentimos la calma necesaria para seguir con nuestro día a día.
A pesar de lo que las teorías describan, se ha constatado que cada persona tiene su forma particular de experimentar el dolor. Es cierto que estas fases son muy prototípicas, pero también es verdad que no todas las personas transitan por todas ellas.
Además, en determinadas personas, algunas fases duran más que otras o bien se experimentan en un orden distinto. Lo que sí es consensuado es el hecho de que la aceptación llega al final de todo el proceso y una vez que el individuo ha estado dispuesto a abrazar a todos sus sentimientos sin exclusión.
En este sentido, es imprescindible que no agotemos recursos para intentar tapar las emociones. Nuestra sociedad y cultura es muy proclive a negar las emociones negativas. No solemos llorar en público, no acostumbramos a hablar de nuestros sentimientos si estos no son de alegría. Si vemos a alguna persona afligida o desolada, incluso podemos juzgarlo de dramático, débil o exagerado.
No estaría mal empezar a abandonar los juicios emocionales y dejar simplemente fluir y ser. Si el contexto me está dando claves para poner en marcha mis emociones de tristeza entonces es porque es necesario que surjan.
¿Qué ocurre cuando el duelo se enquista?
Si hemos padecido en nuestra vida una situación de pérdida y la hemos tapado con tiritas, sin antes limpiarla, es probable que terminemos saboteando su curación, enquistando el duelo. De esta manera, la intensidad aumenta y el proceso se prolonga en el tiempo.
Es una parajoda: en ocasiones, cuanto más no afanamos en evitar el sufrimiento, más nos hundimos en él. Tenemos tanto miedo a desplazarnos de una posición de indiferencia y empezar a sentir que podemos llegar a tomar medidas desesperadas para no hacerlo.
Los médicos recetan psicofármacos para evitar que nos enfrentemos al flujo de emociones, las personas de nuestro entorno nos recomiendan que «pasemos página y olvidemos rápido» y nosotros mismos evitamos hablar de nuestra pérdida o pensar en ella.
Esta evitación experiencial lleva inevitablemente a la cronificación del duelo. De tanto esforzarme en luchar contra mis monstruos, al final la vida termina girando en torno a ellos. Se quedan presentes durante mucho tiempo.
El duelo como oportunidad experiencial, permite que nos encontremos en otro plano, en una posición plena de escucha y comprensión. Retomado este contacto, lo usual es que vayamos poco a poco recuperando nuestra vida, ordenando nuestros valores y tomando los caminos que nos llevan a conseguirlos. En este transitar, nos daremos cuenta de que existe un lugar para el crecimiento, que podemos crecer como personas y que, de entre todo lo que viaja con el duelo, también hay una oportunidad para el aprendizaje.
En conclusión, ver el duelo como oportunidad experiencial contribuye a no enfrentarnos a él como si fuera el enemigo, a no alimentar la frustración que nace de lo que ya no se puede cambiar. Si lo naturalizamos, será más fácil que podamos integrarlo en nuestra historia vital.
Será más sencillo entender que las pérdidas importantes en raras ocasiones son pérdidas absolutas, conservando razones con las que el espíritu vital, dañado y resentido, se puede recuperar. Las emociones están en nosotros por el simple hecho de que estamos vivos. En consonancia, es más apropiado empezar a aceptarlas en ausencia de juicios y abiertos a su mensaje.
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