Ir en bici es viajar al ritmo de las mariposas: aleteas por ahí, te paras por acá, examinas algo por acullá. Y, además, no solo llegas a los sitios con la fuerza exclusiva de tus músculos (¿hay algo más barato de alimentar?), sino que el esfuerzo torna más vívida la experiencia.
Para disfrutar mucho más de la bicicleta (de paseo, que no hace falta venirse arriba) hay que estar en una relativa buena forma. Basta con dar un paseo con ella cada día, o cada dos días. Y hacerlo, también, durante cualquier viaje: ya sea para explorar las calles .
Endorfinas
Cuando viajo siempre llevo una bicicleta plegable conmigo o, en caso contrario, alquilo una bicicleta en mi lugar de destino. Y si no viajo, igualmente la tomo cada mañana o cada tarde para recorrer el paseo marítimo del pueblo en el que resido.
Se ha convertido en un ritual de endorfinas.
Los principios son duros. Cuando iba en bici más de una hora, luego i culo estaba literalmente hipersensibilizado. Cuando me sentaba en el sofá, era como hacerlo en una superficie llena de cactus. Cuando lo hacía en la silla de mi escritorio, entonces era como hacerlo en una superficie llena de clavos, como los que usan los faquires.
Por eso es importante coger la bici a menudo. Porque el culo se acostumbra. Y ya nunca más vuelve. Es entonces cuando empiezas a disfrutar de la bicicleta. Cuando no hay dolor de culo y cuando ya no tienes agujetas y otras molestias. Entonces se convierte, la bicicleta, en una extensión de tu cuerpo.
No es que llegara a pasarlo bien cuando lo pasaba realmente mal (mantener aquella rutina era hasta cierto punto adictivo, pero también era duro), no era un masoquista del ácido láctico, no sentía una atracción fatal por el esfuerzo… lo que ocurría es que me sentía pleno, dueño de mi cuerpo. Aunque suene un poco a filosofía barata, lo cierto que aquel contacto con mi cuerpo, mis capacidades y mis límites aumentaba mi conocimiento sobre mí mismo, y también incrementaba la sensación de que únicamente gracias a tus músculos eras capaz de hacer cualquier cosa. Incluso de cruzar un país.
Un escaneo de lo que ocurría cada mañana en mi cuerpo cuando salía entrenar en bicicleta podría resumirse de la siguiente manera: me montaba en la mountain bike, ponía en marcha mi reproductor de mp3 para dejarme envolver por la música y empezaba a pedalear lentamente por el paseo marítimo. El sol me bañaba con su luz, el mar estaba tan espejado como una de esas bolas horteras de las discotecas de los años 80, las cosas se desplazaban cada vez a mayor velocidad, quedándose siempre atrás, como si mi bicicleta fuera una máquina para viajar al futuro, y mi provenir estuviera instalado en el horizonte. Entonces, a los pocos minutos, se activaba el sistema nervioso simpático, las glándulas suprarrenales segregaban adrenalina, el corazón latía más deprisa, aumentaba la ventilación pulmonar, el metabolismo se aceleraba, la presión sanguínea se elevaba, las arterias musculares se dilataban para multiplicar su riego sanguíneo, el hígado liberaba más glucosa. Todo el cuerpo cambiaba, mutaba, como embestido por un tsunami neuroquímico.
Al principio, toda esta transformación es dolorosa, fatigosa, parece incluso que vaya en contra de tu propia naturaleza. Pero a medida que la repetía cada mañana, sabía que mis glóbulos rojos estaban aumentando su número día a día, que mi tensión arterial en reposo era más baja, que mis niveles de azúcares estaban mejor regulados, que los huesos se hacían más fuertes como consecuencia del aumento de la presión a la que los sometía los músculos.
En general se recomiendan 30 minutos de actividad moderada 5 días a la semana: caminar a buen ritmo, bailar, pasear en bicicleta. O, como alternativa, 20 minutos de actividad intensa 3 días a la semana: deportes de competición, correr, bicicleta intensa. Más allá de prescripciones facultativas, tener una bicicleta como extensión de tu cuerpo te permite ir más allá, ver más cosas, y disfrutar de formas mucho más diversas cualquier lugar que visites por primera vez.
Por eso, aunque solo saliera por las proximidades de mi casa, circulé por caminos que no conocía, que se extraviaban por bosques, descubrí zonas preciosas que habrían quedado en la sombra a pesar de que estaban tan cerca de mi casa. En bicicleta era capaz de hacer turismo por mi propio entorno, como si todo fuera nuevo para mí. Y si eso ocurría con mi propio entorno, ¿cómo sería la experiencia en otro país?
Desplazarme sobre dos ruedas me permitía ir más lejos de lo que me llevarían las piernas, pero también lo suficientemente lento como para no perderme los detalles, como si hubiera salido a pasear al perro y me hallara subordinado a los hábitos e intereses del perro, siempre zigzagueante y discontinuo. Y entonces era capaz de moverme como una especie de Charles Darwin maravillado por la flora y fauna, desde lo más pequeño hasta lo más grande, los insectos, los animales, las flores y las plantas, las gentes, los jardines, los árboles, los edificios y casas, el mar… y, por supuesto, esos pequeños rincones u oasis que uno cree haber descubierto en exclusividad.
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