Jugar a videojuegos es ser un DJ de vidas paralelas, que remezcla con cada botón las decisiones de una comandante espacial, el temor de un cazador de monstruos victoriano, la montaña rusa de una huida en motocicleta, el instinto de supervivencia de Mad Max o el impulso de construir bloque a bloque en los legos virtuales de Minecraft.
Un remix de una melodía de mundos, un ritmo de cosas imposibles, una fiesta eterna del conócete a ti mismo a través de todo aquello que sólo puedes vivir en el videojuego.
Jugar es crear belleza. También es una forma de autobiografía que trasciende la carne y los límites del mundo. Es explorar universos, cartografiar lo que no existe, establecer mapas de otras realidades. Es caminar hacia lo desconocido y disfrazarte de héroe. Y después, soltar el mando y seguir con tu vida, mientras todos los que te rodean ignoran tu viaje. Qué digo: las posibilidades de ese viaje.
Toru Iwatani inventó Pac-Man hace 35 años, y con él todo un lenguaje del videojuego. Su visión única del videojuego es la mejor manera de entender esa vida mejor que propone. Iwatani, leyenda viva, resume mejor que nadie estos cambios y el futuro que nos espera.
En la reciente ComiCon de San Diego se ha estrenado el primer tráiler de Batman v Superman: Dawn of Justice. Es una película. En ella, el actor Ben Affleck se sube al batmóvil con el traje del Hombre Murciélago. Él. El resto, los espectadores, sólo pueden mirar e identificarse con Affleck , suspirando por ser Bruce Wayne por unas horas: un multibillonario que se viste de Drácula para pegarse con gente y presumir de carísimos juguetes. Sin la carga de los padres muertos, o los años de entrenamiento.
Al mismo tiempo, unos cuantos cientos de miles de jugadores pueden ser Batman. Subirse al Batmóvil, probarse los distintos trajes y planear o conducir sobre Gotham repartiendo justicia en forma de nudillos y facturas hospitalarias. Los guionistas no deciden el recorrido, el director es el pulgar del jugador mientras mueve la cámara buscando ese ángulo perfecto. Hay un actor poniendo voz al superhéroe, pero es un elemento de atrezzo ante la furia del Caballero Oscuro. Como las gotas de lluvia virtual deslizándose por la capa o los edificios golpeados por el crimen que esperan a un salvador: tú.
Lo interesante es que la propuesta de Arkham Knight, el videojuego de Rocksteady que ha hecho más que Nolan para que nos sintamos los amos de Gotham, no es nueva. De acuerdo, Batman luce esplendoroso en las consolas actuales; la ciudad respira asfalto y humo y llamas; los personajes tienen más definición que tu familia antes de que comprasen tu primer par de gafas. Pero atravesar ese laberinto de calles nocturnas recogiendo objetos, enfrentándose a los villanos, siempre en movimiento… no es nuevo: Batman rima con Pac-Man.
Pero cómo iba a imaginar su creador, Toru Iwatani, que el Comecocos sería uno de los padres de la forma cultural definitiva del siglo XXI. Cómo iba a imaginar nadie que aquella bola amarilla indescriptible que comía puntos y huía de los fantasmas por un laberinto tatuado en nuestras mentes iba a seguir vigente 35 años después.
El nacimiento de una cultura inédita
Porque los videojuegos nacieron con un origen más humilde. Ocho años antes de Pac-Man, en 1972, Nolan Bushnell crea Atari y lanza Pong, un artefacto electrónico en blanco y negro pensado para competir con los pinballs, los futbolines y air hockey y los cazapeluches. Se trata del mismo principio que el resto de atracciones, mete una moneda y juega un rato. Pero la propuesta de Pong transcurría detrás de una pantalla: dos palitos y un punto abstraen hasta el máximo la idea de jugar al tenis de mesa.
Los arcades son una diversión de tarde de domingo. Otra más. Añaden títulos: carreras, deportes, etcétera. Pero con una diferencia: cada juego es diferente. Cada título representa algo distinto, algo nuevo, no son simples variantes más o menos complicadas, como los pinballs. Cada una de esas pantallas encierra un mundo. Tosco, limitadísimo, compuesto por cuadrados de chirridos estridentes. Mundos de síntesis, realidades que no existen y cesan al apagar la máquina o terminar la partida.
Pronto, los llamados videojuegos dejan de imitar a otros entretenimientos para buscar algo nuevo y propio. Breakout (1976, Atari) es un ladrillo flotante rompiendo otros ladrillos rebotando una pelota. Es como Pong, en parte, pero… ¿Por qué el ladrillo flota? ¿Dónde van las piezas que rompes? ¿Qué está pasando?
La Edad de Oro de los salones recreativos era lo que estaba pasando. Niños, adolescentes, adultos, todos anhelan esos minutos de asomarse a un mundo digital inexplorado. Las computadoras son mamotretos carísimos de potencia irrisoria, los teléfonos móviles aún no son ni un sueño. El artefacto más moderno de la casa es el televisor, una bestia de tubo que apenas cuenta con unas décadas y cuyo mayor mérito es reproducir “el cine en casa”.
No hay nada parecido a eso que te permite controlar lo que sucede en la pantalla. Nada. Y la gente quiere más: Space Invaders (1978, Taito) nos propone el salto a la ciencia-ficción. Somos un piloto espacial, enfrentado a hordas de invasores aliengígenas de aspecto insectoide. No tenemos que ver la Guerra de las Galaxias: podemos volar y disparar y ganar. Es la locura.
Taito consigue instalar 100.000 máquinas ese mismo año. Recauda 600 millones de dólares de la época, casi 1.500 millones de euros en dinero actual. Más que la película más taquillera del año pasado en todo el mundo, por citar un ejemplo. La gente se agolpa para jugar y ver jugar.
El nuevo lenguaje hombre-máquina
Las propias máquinas se transforman, con muebles cada vez más bellos o más ubicuos y controles pensados para atraer al público: ruedas que giran, mandos que imitan los de naves espaciales, volantes… Da igual, el público lo quiere todo, de moneda en moneda. Y en 1980 llega Pac-Man, el primer videojuego en reconocer que todo esto tiene un lenguaje propio. Y, como dice Iwatani, el primer intento de cambiar una cultura de “salones oscuros llenos de hombres".
Pac-Man no es la abstracción de nada: no es una nave espacial ni un vaquero, no es un hombre ni está basado en nada previo. Se desliza por un laberinto escapando de (o comiendo) fantasmas, rompe el espacio al salir por un lado de la pantalla y entrar por el opuesto. También es el elegido, junto a otros cuantos títulos, para establecer competiciones que duran hasta nuestros días. Los mejores jugadores se miden entre ellos, sacan fotos de sus récords, crean estrategias que los diseñadores de este nuevo mundo ni siquiera habían pensado.
Las máquinas estaban diseñadas para que el jugador aguantase unos minutos antes de meter otra moneda o dar paso al siguiente. Pero los primeros jugadores dedicados no quieren pensar en eso: quieren romper los límites, llegar más lejos, matar al padre (de cada videojuego). Pac-Man se convierte en leyenda con el nivel 256, una pantalla que supera los límites de la tecnología que lo sustenta y donde todo se rompe: el laberinto se deshace, el protagonista desaparece, todo se llena de código arcano y algo que no debería estar ahí.
Porque nadie debería haber llegado hasta ahí. El nivel 256 es la primera obra de arte del videojuego, emergente e inesperada. Y plantea la frontera entre diseñador y jugador: queremos sumergirnos en mundos que no existen, jugar con las sombras de la caverna, proyectarnos nosotros en ella hasta que se deshaga. La pantalla de la muerte también es un aviso a los creadores de videojuegos: existe un tipo de jugador que va a llegar más lejos de lo que tu pretendes.
Mientras, hace años que las consolas han llegado a los hogares. Máquinas ambiciosas de nombres evocativos: Oddissey, Vectrex, la triunfadora Atari 2600... Adaptan en calidad ínfima lo que se ve en los recreativos -no podían competir con máquinas profesionales-, pero llevan al salón la experiencia. Por primera vez, no hace falta desplazarse hasta la máquina o esperar el turno. La televisión encuentra su primer enemigo, y está dentro del mismo aparato.
El videojuego avanza. Es lo único que puede hacer, y que ha hecho durante estas tres décadas. Si Pac-Man era movimiento vertiginoso, Donkey Kong presenta a Mario y le añade una acción extra: saltar. Otros plantean disparos, más libertad de movimiento. La carrera no es sólo tecnológica, sino narrativa. Y la narrativa del videojuego es Hacer Más, dejando mitologías por el camino: el nuevo Aquiles es un fontanero rechoncho y saltarín. El nuevo Teseo es una bola amarilla que recorre laberintos. El nuevo héroe es el jugador cada vez que coge el mando.
Porque el videojuego no existe si no lo juega nadie. Los personajes se quedan quietos, nada avanza ni sucede: las recreativas sin jugadores son sirenas, que cantan con luces y música un attract mode diseñador para que los jugadores se acerquen, metan la moneda y le den sentido a lo que hay detrás de la pantalla.
Un libro es un libro, abierto y cerrado. Una película se reproduce si le das a play y sales de la habitación. Las canciones suenan aunque nadie las escuche. Son obras finitas. Pero cada partida al mismo videojuego es una obra diferente, con múltiples autores. No hay dos jugadores iguales, no hay dos partidas iguales. Éste es el secreto de los videojuegos: son infinitos e irrepetibles para el que los juega.
Aunque los 80 tratan de establecer una forma “correcta” de jugar. Su negocio, mejor dicho. Sólo los mejores pueden superar la dificultad de los creadores que quieren más monedas. Y las partidas de los mejores cada vez se parecen más entre sí: memorizar patrones, enemigos, recorridos perfectos. Un vicio que no desaparecerá hasta una década más tarde, y que marcará a esos jugadores de por vida.
Un vicio que heredan las consolas domésticas: no saben qué hacer, excepto imitar al recreativo. El jugador de casa no se plantea por qué sufre la misma dificultad brutal que en las máquinas de monedas -¡si ya ha pagado el juego!-, lo asume como norma.
Canibalizar, evolucionar, repetir
Pero Atari, el viejo titán, cae en 1984, cegado por el orgullo. Su caída se lleva por delante a la industria del videojuego en América, que se refugia en esos ordenadores que empiezan a aparecer en las casas. Europa hace lo propio con ordenadores de juguete, minicomputadoras en las que jugar adquiere un caracter ceremonial: el de esperar 20 minutos a que una cinta que emite pitidos del más allá se cargue en máquinas con menos tecnología que una pulgada de tu tele actual.
Se juega con teclados de goma y palancas de plástico hueco. Con sonidos de lata, con cintas que no se sabe muy bien qué contienen salvo carátulas tan imaginativas como poco certeras al cargar el juego. El microordenador doméstico sigue siendo un pobre sustituto del arcade. Los ordenadores de los mayores, mientra tanto, plantean juegos “serios”, experiencias más completas y complicadas, llenas de reglas.
Japón, entonces, decide ser protagonista: Nintendo se convierte en sinónimo de “infancia” para toda una generación. Y poco a poco se quita de encima eso del recreativo. También los ordenadores. Las máquinas domésticas plantean otra cosa. ¿Quieres vivir aquí? ¿Quieres tener aventuras? ¿Quieres enamorarte de los personajes, tener tiempo de respirar? ¿Quieres vivir una historia? The Legend of Zelda ni siquiera es el primer ejemplo de ese tipo de juegos, pero sí el mejor: un paseo de nostalgia impostada por una arcadia feliz, la infancia de su creador. El videojuego acaba de madurar.
Y el mundo se divide en dos: los jugadores de consolas y los de recreativas. Los primeros dejan de ser feroces y competitivos poco a poco, su diversión va más allá de la adrenalina y la moneda. Descubren géneros e historias al gusto, pasan de apuntar rutas a -y volvemos a Zelda- dibujar mapas de sus aventuras y anotar en libretas los mejores momentos o las cosas a tener en cuenta. Las guías y los análisis a las que acuden los jugadores cada día son menos un conjunto de instrucciones y más un “diario de viajes por mundos que no existen”, como definía el crítico y escritor Kieron Gillen.
Los 80 también demuestran el descaro del videojuego: si Arnie y Stallone no hacen películas juntos, un puñado de japoneses crearán un juego en el que, además, se enfrenten a Aliens. Sin derechos, sin pedir permiso a nadie. Hideo Kojima se apropia de la imagen del actor Michael Biehn para el primer ensayo de su obra maestra, Metal Gear. Las escenas más icónicas del cine de acción se pasan por la batidora y se arrojan sobre un esqueleto de saltos, mamporros y disparos. Y todo lo que se quede pegado es válido.
Es una cultura de explotación, que funciona como la cabeza de los niños cuando enfrentan muñecos que no tienen nada que ver entre sí: no hace falta que los dueños de los derechos se pongan de acuerdo para que un niño pueda enfrentar a Spider-Man y Batman en su cuarto. El videojuego funciona exactamente así. Es parte de su gloria.
Pero la madurez trae consigo la política: no ha habido bipartidismo en este mundo como el de los primeros 90, con un puñado de niños y adolescentes divididos en dos: Sega o Nintendo, que traen consolas como nadie ha visto antes. Los salones recreativos se enfrentan a una nueva amenaza. Esas consolas son casi capaces de reproducir al 100% lo que sucede en ellos. O debería decir en sus pantallas. La cultura del videojuego ha convertido los salones en puntos de encuentro, donde se alterna más que se juega.
El videojuego pierde la calle, gana las casas y los bolsillos
Salvo Street Fighter II. El último fenómeno de las máquinas de monedas será el que marque su muerte. Un juego de lucha en el que dos jugadores pueden enfrentarse entre sí, que provoca colas para ver a los expertos emular a Bruce Lee sin tiempos muertos. Street Fighter II sólo ofrece combates, mientras en los videoclubes Van Damme se empeña en ofrecer 20 minutos de diálogo entre pelea y pelea.
El videojuego ha vuelto a estallar, 10 años después de la caída de Atari. Pero en todas partes: en las casas, en las recreativas, en los ordenadores de los despachos, en los bolsillos con la diminuta Game Boy, empujada por el infalible Tetris: el puzle geométricos y frenético que sintetiza el infinito del juego. Cada plataforma ofrece su propia experiencia, marcada por lo que puedes o no puedes hacer con sus mandos y complementos. Cada jugador poco a poco se amolda a esa experiencia.
Hasta que aparece Doom y destroza barreras. Un juego que no te ofrece un personaje sino sus ojos. Y sus armas. Y un millón de demonios a los que disparar. Y también algo muy extraño: puedes conectar ordenadores y jugar contra otra gente, cada uno en su pantalla. Cuando jugar con o contra otra gente, para la mayor parte del mundo, consiste en ponerse hombro con hombro. Algo está cambiando.
PlayStation: ya no hay que poner excusas para jugar
En 1995 aparece PlayStation. La segunda mitad de los 90 se ha convertido en una década de muerte del rock -literalmente, en el caso de Kurt Cobain- y auge de la electrónica. El DJ es más importante que el cantante, porque ha cambiado la liturgia de la música: es un tipo que te ve bailar y trata de ponerte música para que sigas bailando (no sólo a ti, pero ésa es la magia). Mientras el que da conciertos sólo quiere que escuches lo que él tiene que decir.
PlayStation entiende el zeitgeist de la época como nadie. Coge el laberinto de Pac-Man y le otorga una nueva dimensión: ahora todo es tridimensional, hay una nueva libertad, y una máquina -unas cuántas- que quiere que vivas eso que el videojuego lleva una década y pico prometiéndote: la doble vida, los mundos virtuales. Sin excusas infantiles, sin decir “son sólo juegos”.
Todo en PlayStation, desde el diseño hasta el catálogo hasta sus increíbles campañas de publicidad (realizadas casi siempre por los directores de videoclips más avanzados de la época), da la bienvenida a la edad adulta del jugador. Es un momento increíble, que recaptura la magia del día que apareció Pac-Man: cuando no sabes qué juego aparecerá al día siguiente, qué vivirás mañana, que mundo será tuyo.
Los recreativos mueren. Les sustituyen los cibercafés, que te dan lo único que PlayStation no puede darte: un montón de ordenadores donde varios amigos pueden enfrentarse entre sí con esa perspectiva del Doom. La que te pone en los ojos de un Pac-Man cargado de armas dispuesto a matar a los fantasmas, tus amigos; en laberintos que, aunque sigan siéndolo, imitan otras cosas: poblados desérticos, bases.
Pac-Man se llama ahora Counter-Strike, y permite una de esas piruetas mentales que sólo son posibles en el videojuego.
La libertad de hacer lo que nos de la gana
La llegada de Internet de banda ancha a los hogares, poco después, matará a los cibercafés -con el tiempo- como PlayStation mató a los recreativos. Las siguientes máquinas serán derivados de la propuesta de Play, con un sólo objetivo: Hacer Más. El correcto, recordemos. El videojuego es el único medio en el que cada obra depende de la máquina que la ejecute. Perdón: en el que la obra sólo es posible si la máquina puede ejecutarla.
No hablamos del aspecto, no sólo, sino de las acciones. PlayStation 2 lo dejará bien claro el día que debute Grand Theft Auto III, la única pieza que faltaba en este engranaje de aventuras, laberintos, realismo y libertad moral.
Porque Grand Theft Auto III se carga el laberinto. También la estructura, mientras asume todo lo que los jugadores han hecho y buscado en dos décadas y lo eleva a la potencia Petarlo. En GTA III eres libre. Eres libre de recorrer todas las calles, montar en coches, enfrentarte a la ley (y morir). Eres libre de pasear y disfrutar las vistas. Eres libre, también, para seguir los objetivos. Pero el juego de Rockstar quiere dejar clara una cosa: no te juzga. Su ciudad es tuya y tú mandas.
La misma propuesta que con menos violencia ofrecen Los Sims en los ordenadores: eres libre de diseñar vidas y jugar a ser dios. Todo lo que hay en la pantalla es tuyo. Y lo más irónico es que ninguno de esos dos juegos inventa nada: son reciclajes de la infancia, de la manta de juguetes, muñecos y coches todos contra todos y de la casita de muñecas y el juego de té de mentira. Cuanto más avanza el medio, cuanto más pueden hacer los jugadores, más queda claro que todo se trata de volver al estado original, a la libertad del niño. Con la mente y el cuerpo de un adulto.
Hasta ahora el videojuego siempre ha sido un corsé al que se veían obligados diseñador y jugadores. La potencia, las reglas, los escenarios, y un escaso abanico de acciones delimitaban la libertad del jugador. Era ilusoria: en realidad seguía lo que el diseñador disponía. Ahora, lo que los creadores ofrecen son mundos y reglas, pero abiertos a que el jugador se los apropie más que nunca. Los límites desaparecen.
El vocabulario de una crítica desprevenida es tan escaso que a este tipo de propuestas las llama sandbox: el cajón de arena donde los niños pueden inventar todo y poner sus propias normas. Es la mejor definición posible. Que se combina con otra cultura: la de los modificadores: jugadores que manipulan los juegos para cambiarlos o mejorarlos. Éxitos actuales como Minecraft y viejas glorias como Counter-Strike (que no es un juego original, sino un derivado de otro hecho por amateurs) vienen del mismo sitio: el ansia del jugador de apropiarse el videojuego.
El desierto de lo real
Los avances técnicos buscan un realismo esquizofrénico: ¿no habíamos quedado en que el videojuego era para vivir cosas imposibles? Empieza así una loca carrera técnica que supone un reto para los creadores. Los jugadores demandan mejores gráficos, mundos más enormes y fidedignos, aparcar la incredulidad y la imaginación y recibirlo todo masticado. Pero, al mismo tiempo, que la acción, que el Hacer Más sea cada vez más intenso.
La tecnología se convierte en un corsé otra vez: el videojuego, a principios del siglo XXI, se esfuerza más por avanzar en lo que representa visualmente que en ofrecer algo nuevo a los mandos. Es algo que beneficia a los competidores de fórmula: Call of Duty, FIFA, los juegos de coches… Todos los títulos que imitan el mundo real salen ganando mientras las ideas locas previas se desvanecen poco a poco.
También porque los costes se disparan: desaparecen muchos estudios y el videojuego se convierte en un Hollywood paralelo. Ahora, crear el próximo éxito cuesta tanto como hacer una película. Eso sí, ingresan mucho más dinero.
Pero la fórmula corre peligro de estancarse. Sin la huida hacia delante, el videojuego no sabe vivir. Es una época de calma creativa aparente, que durará poco.
Quédate a vivir en un videojuego
Falta todavía una última propuesta del videojuego clásico. Por supuesto, es otra derivación de lo ya existente, porque el videojuego vive de reciclarse y aprovecharse de lo anterior: la secuela y el título derivativo casi siempre son superiores al antecesor. La repetición y el remix son esenciales para poder mirar hacia delante. El autocanibalismo es la única filosofía posible. No sólo entre los desarrolladores, sino también entre los jugadores: vender los juegos viejos para comprar los nuevos es casi una norma.
Y la idea de que tengan fecha de caducidad otra: los juegos deportivos duran un año, por ejemplo. Todo es fugaz, todo es transitorio y sólo se mira hacia delante. Por supuesto, existe un grupo que se revela contra la idea. Y pronto reciben una etiqueta: retro.
Jugadores que no aceptan un videojuego más próximo al cine, más interesado en entrar por los ojos que en seducir por las mecánicas, un videojuego que se parece tanto a sus ancestros como Jurassic World a una obra de teatro. Defensores de la pureza o simplemente nostálgicos, denuncian la pérdida de la historia. Y la industria les responde: reediciones, revisitaciones, licencias que resucitan cada cierto tiempo. El jugador retro es el único que es consciente de que el medio se da la espalda a sí mismo y olvida su historia si el público se despista.
Pero hablábamos de ese derivado: los juegos onlines masivos. World of Warcraft no es el primero ni el último, pero consigue atraer a 12 millones de personas. Uno de los 100 países más poblados del planeta es un mundo virtual, Azeroth, donde las personas se rebautizan y ya no son ellas, sino sus avatares. Personajes donde se proyectan, con los que viven vidas enteras en un mundo de fantasía, magia y espadas. Matrimonios, casas, sociedades…
El mundo virtual crea sus propias comunidades, una palabra que ya nunca se irá y que demuestra que el videojuego no tiene miedo a nada: Internet, el posible enemigo, ya es su mejor aliado. Recalquemos esto: es la única cultura a la que Internet no consigue hacer daño. Ventajas de ser como una bola amarilla que todo lo devora y asimila.
Navega por esta línea de tiempo y descubre cómo ha sido la historia y la tecnología de un personaje icónico de los videojuegos en los últimos 20 años. Puedes navegar con los botones laterales o elegir abajo la época que prefieras. También puedes verlo en pantalla completa.
Conquistar la vida real, el último paso
“No se trata del contenido en sí, sino de conseguir un formato que sea accesible para todo el mundo”. Ese deseo que señala Iwatani aparece con el cambio de siglo. Es más, las redes generan sus propias formas de juego: títulos para toda la familia que abandonan los mandos tradicionales; no-juegos para Facebook y posteriormente para móvil que consiguen convencer a los ajenos a la virtualidad; juegos de fiesta, de baile, de ser una estrella del rock. A mediados de la década pasada hay un videojuego y un juguete asociado para cada tipo de persona, desde karaokes caseros hasta monopatines para hacer skate en el salón.
Algo que se explica porque el videojuego abandona por fin su ombligo de botones y mandos complicados y se abre a su función original: alfabetización digital. Si sabes manejar un videojuego, sabes manejar un móvil. Si sabes jugar a Farmville, sabes interactuar con la gente en Facebook, aunque sea para pedirles ayuda ahí o en Candy Crush o en cualquier otra propuesta.
Es lo mismo que los jugadores de los 80 llevaban tiempo intentando explicar: las interfaces, las herramientas que nos permiten interactuar con las máquinas, se aprenden mejor jugando. Un nuevo auge que se expande al mundo exterior: la sociedad se gamifica, se ponen normas y logros a todo. Las redes sociales se manejan con lógica de videojuego clásico: tus seguidores son tu puntuación, utilizar las apps desbloquea logros, el día a día adquiere colores y formas de videojuego.
En un mundo conectado, los jugadores juegan con ventaja: usar Google Maps para orientarte es algo que se lleva años haciendo en los videojuegos con otro nombre, el minimapa. Si la vida fuera de las pantallas ahora es otro laberinto, ya sabemos cómo manejarlos en él.
Deportistas profesionales de magos y soldados
La primera década del siglo XXI culmina con una transformación total: el juego online convierte a títulos como Call of Duty en superéxitos con los que el cine o la música no pueden competir.
Los campeonatos de videojuegos empiezan a generar dinero y audiencias inconcebibles: las finales de League of Legends reúnen a 32 millones de espectadores en la plataforma online Twitch.
Son todavía la cuarta parte de lo que consiguen los grandes eventos deportivos. Pero el fútbol americano y el europeo cuentan con décadas de ventaja: League of Legends nació en 2009. Y ese juego competitivo al que juegan más de 60 millones de personas también encierra el por qué de su crecimiento.
Nadie que vea el fútbol puede aspirar a ser Cristiano Ronaldo a estas alturas, salvo los niños. Ver el deporte no te hace mejorar. Pero, para un videojugador, la retransmisión de los partidos tiene un efecto inmediato en su juego… Y en sus sueños, porque cualquiera de esos millones está convencido de que puede ser la próxima superestrella, estar en esa final. Todos los jugadores tienen el mismo punto de partida: el juego, donde nadie cuenta con una ventaja injusta o un físico privilegiado.
¿Lo más increíble de todo esto? League of Legends es gratuito.
El hoy y el mañana: jugar a todo, en cualquier parte, con cualquier cosa
Porque el cambio de década ha traído consigo una rebelión contra esa calma creativa. Ya no hacen falta consolas para jugar, los smartphones son el centro del universo. “Con ellos se puede jugar en cualquier sitio, en cualquier momento: son cambios enormes para el mundo del videojuego”. Y muchísimos creadores se han tirado a diseñar sueños para esas nuevas máquinas y los ordenadores que las complementan.
Los juegos independientes cambian el modelo para los creadores, que pueden desarrollar juegos distintos sin formar parte de un engranaje decidido por ejecutivos de marketing. Y llevar más allá el lenguaje.
Braid (2008), una de sus primeras joyas, en realidad es una revisión de Mario años después. Algo parecido hace The Binding of Isaac en 2011: utilizar Zelda para reflexionar sobre la religión, el aborto, el fanatismo, y tantos temas que Nintendo jamás permitiría publicar bajo su sello . O Fez, Super Meat Boy y Hotline Miami, que marcan el camino del retrofuturismo: juegos con estética clásica pero ideas y tecnología actual.
Los indis no se limitan sólo al apartado estético: también generan títulos “infinitos”, aleatorios, donde el peso del diseñador desaparece y el jugador puede olvidarse de niveles y misiones para explorar universos enteros: lo hizo en los 80 con ElitE y volverá a hacerlo con No Man’s Sky, un juego independiente que tiene al público tan entusiasmado como la última gran superproducción.
Se ha cerrado el círculo: ahora tres tipos con una buena idea y habilidad pueden crear un juego que conquiste el mundo: Angry Birds o Candy Crush no necesitan 90 millones de dólares para existir. Ni el permiso de los fabricantes de consolas.
Tanto los nuevos como los viejos jugadores asisten a una explosión creativa en la que la consola se reserva la espectacularidad y el taquillazo, sí. Pero nunca ha habido tanto juego como ahora, en tantos formatos. El móvil, la fiebre de la Wii, las consecuencias de esa conquista de la vida real que se gestaba en paralelo al jugador tradicional, han conseguido el triunfo total de los juegos.
Ya nadie tiene que amoldarse a un estilo, aprender a manejar unos botones, o conformarse con un puñado de títulos. Es, en parte, un regreso a la época del salón recreativo, donde una moneda o el “déjame una vida y te lo paso” te permitía elegir entre decenas de experiencias. Con la salvedad de que ahora son decenas de miles de juegos.
Que han aprendido de todo lo que les precedió: de los juguetes como pistolas de luz y robots de mentira que hacía Nintendo en los 80; de los micrófonos de Singstar, de las guitarras de plástico con las que todos jugamos a ser estrellas del rock en Guitar Hero; de Nintendo otra vez proponiéndote jugar a los bolos con tu brazo real. Ir más allá de los mandos tradicionales abrió las puertas al gran público. Que ahora puede jugar con un dedo en un móvil.
Que no se hace a la idea de la extensión de ese triunfo. La máquina de Pac-Man pesaba 64 kilos, medía 1,5 metros y tenía un monitor de 13 pulgadas con tan pocos píxeles que necesitarías más de 250 monitores iguales para tener la misma resolución que en la pantalla de tu smartphone. Que es dos millones de veces más potente que esa máquina original. Todo eso es lo que está ahora al servicio del dedo del jugador. Pero sigue siendo como “ver un jardín bonsai dentro de una caja”.
Y el año que viene estaremos hablando del salto al otro lado de la pantalla, tanto del videojuego como el jugador: hologramas, realidad virtual, reconocimiento del cuerpo… Son ideas que llevan años coqueteando con el videojuego, pero que se acercan a la realidad. Aquellos nombres de Vectrex, Odissey y Atari, ahora son Oculus Rift, Hololens, Morpheus. La magia nominal que esconde una idea: entrar dentro del videojuego. Convertir el salón en la pantalla de realidad aumentada, usar un visor para penetrar en los mundos virtuales y convivir físicamente con píxeles y polígonos.
Ciencia-ficción a la que le quedan meses para ser comercial. Con poderosos aliados: Microsoft, Facebook, Sony… Viejos y nuevos actores que creen que ha llegado el momento de que demos el salto. Son casi 40 años de palancas y botones y pantallas: hay que llegar más allá. Ir a los caminos que abrió Kinect, un dispositivo que leía tu cuerpo y lo traducía en tu avatar en la tele. Ser más libres. Ser más que manos que aprietan cosas: Hacer Más.
La próxima conquista del videojuego será romper el concepto de pantalla. La siguiente, desterrar los mandos. Dos creencias que resume bien Iwatani al hablar del futuro: “siempre jugamos dentro de un marco, y creo que eso nos limita”. La próxima sólo podemos soñarla y se parece mucho a Matrix. El videojuego, mientras, seguirá manteniendo el laberinto y la acción, la mitología y la diversión, el espíritu infinito y mutable que devore todo lo que se le ponga por delante para darnos una doble vida.
¿A qué jugamos hoy? ¿Quién juega a qué? Las estadísticas nos sugieren un perfil de familia jugadora en el que todos los miembros tienen sus preferencias. Pincha en cada miembro para ver con cuál te identificas más.
Fuente: Cómo hemos jugado a videojuegos desde 1980 y cómo lo haremos en 2016
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