En su afán por proteger a sus hijos de un mundo hostil, muchos padres logran lo contrario. Saben esquiar y aprenden chino, pero no pueden atarse los cordones ni se hacen la cama.
Hace unas semanas se difundió la historia de Saglana Salchak, una niña siberiana de 4 años que se internó de noche en un bosque habitado por lobos en busca de ayuda para su abuela enferma. Después de hablarlo con su abuelo, ciego, la pequeña caminó 8 kilómetros a 30 grados bajo cero antes de alcanzar la casa del vecino más próximo. Para cuando llegó auxilio, la anciana había muerto y la ‘caperucita’ rusa era famosa.
La aventura de Saglana hizo que más de un padre contemplara a sus hijos con otros ojos. En nuestro entorno, muchos críos de esa edad desayunan biberón, son transportados en sillitas para bebés y llevan pañal para dormir. A lo mejor tocan el violín y aprenden chino, pero no saben decir ‘por favor’ ni ‘gracias’. Para ellos, los bosques con lobos forman parte de los cuentos. Cuentos que, probablemente, sus padres nunca les leerán, para no provocarles pesadillas. En su afán por protegerlos de un mundo peligroso y cegados por el amor –y el miedo–, muchos adultos han hecho de sus vástagos pequeños inútiles, personitas débiles, flojas, incapaces de sufrir una contrariedad sin derrumbarse. Como muñecos de peluche. Son los niños blanditos.
«En miles de hogares contemporáneos, los hijos se han convertido en el centro de la familia, en el astro rey alrededor del cual orbitan los progenitores», explica la periodista Eva Millet en su libro ‘Hiperpaternidad’ (ed. Plataforma, 2015), según recoge Diario Sur. Porque el cascarón no se rompe a los 4 años. Un poco más mayorcitos, muchos son incapaces de orientarse en la calle, hacen los deberes con sus padres –cuando no observan cómo los mayores los terminan por ellos–, tienen una rabieta si no consiguen lo que quieren o no saben atarse los cordones de los zapatos. Siempre hay alguien ahí para satisfacer sus necesidades y deseos.
En inglés ‘spoil’ significa ‘mimar’, y también ‘estropear’. De modo que los anglosajones saben muy bien que los niños mimados se echan a perder. Pero la hiperpaternidad es un fenómeno típicamente norteamericano que, como tantas otras cosas, ha acabado saltando el ‘charco’. A principios del siglo XXI, los responsables de las universidades de Estados Unidos empezaron a ver que las nuevas hornadas de jóvenes realizaban este rito de paso –viajar desde su ciudad e instalarse en el campus para estrenar la mayoría de edad– acompañados de sus papis: estos les ayudaban con la mudanza, les solucionaban el mínimo contratiempo y hasta se empeñaban en hablar con profesores y compañeros para explicarles cómo tratar a su príncipe o su princesa. «Esto está empezando a pasar en las universidades españolas», subraya la autora del blog www.educa2.info.
Un ejemplo ilustrativo. En su libro relata la anécdota de una joven norteamericana que, durante una estancia de estudios en Barcelona, se quedó encerrada en un ascensor. En vez de pulsar el botón de alarma o llamar a la empresa del elevador, pidió socorro con el móvil –ese cordón umbilical moderno– a su mamá. Desde Florida, ella envió al técnico.
Las causas de este ‘niñocentrismo’ son complejas. Los expertos apuntan en primer lugar a motivos demográficos y sociológicos. Eva Millet resalta que, cuando ella era pequeña, las expectativas de los padres sobre los hijos eran más bien modestas: había que rendir en la escuela y saber comportarse para llegar a ser una persona decente. «No éramos el centro de sus vidas», recuerda. Ahora las familias son más pequeñas y los padres tienen más dinero y más atención que dedicar a cada hijo. Además, llegan más tarde a la paternidad y eso hace que importen a su estilo de crianza ciertos hábitos profesionales, como si la infancia fuese algo que hay que gestionar. En las clases medias y altas, los retoños son un símbolo más de estatus y hay una gran competencia para proporcionarles lo mejor en todos los ámbitos: la guardería es un campo de entrenamiento para la universidad –en Estados Unidos existen talleres de estimulación para convertir a los bebés en ‘carne de Harvard’–, hay que darles «experiencias mágicas» –Disneyland ya es poco: hay cumpleaños con ‘beauty party’ o con limusina para crías de 10 años– y apuntarles a mil extraescolares para descubrir sus talentos ocultos.
La psicóloga Silvia Álava opina que los padres de hoy están más ocupados y el poco tiempo que pasan con su descendencia quieren dedicarlo a «hacerles felices». O bien están demasiado cansados para decir ‘no’ –la palabra mágica de la educación– y resistir la reacción de sus pequeños, o para esperar a que aprendan a hacer las cosas por sí mismos.
María García Amilburu, profesora de Filosofía de la Educación en la UNED, recuerda que antes los niños «tenían un padre y una madre. Ahora muchos a lo largo de su vida tienen dos madres y tres padres». El chantaje ocurre: nadie quiere ser el que imponga normas y límites y convertirse en el ‘malo’ de la película.
También hay cierta reacción a la educación autoritaria de su propia niñez. «No le puedes preguntar a un crío de 3 años qué quiere cenar, a qué cole prefiere ir o qué ropa se quiere poner. La familia no es una democracia. Ha de haber una jerarquía, unas normas, para que la convivencia sea agradable», subraya Millet.
¿Cómo son los niños sometidos a ese cóctel de superprotección y permisividad? Álava, autora del ensayo ‘Queremos hijos felices’ (ed. JdeJ, 2014), enumera los rasgos típicos: «Desarrollan menos competencias emocionales y tienen más dificultades para resolver conflictos, porque ya lo hacen sus padres. Hacen amigos, pero les cuesta fidelizarlos, porque no están acostumbrados a ceder». Carecen de tolerancia a la frustración: si un pequeño no es capaz de posponer el momento de comerse un caramelo, se escaquea de la ducha porque está jugando o deja una tarea difícil a la primera –y se le permite–, nunca aprenderá a enfrentarse a los inevitables contratiempos de la existencia.
A muchos les han repetido desde la cuna que son ‘especiales’ y se vuelven tremendamente narcisistas, pero, en realidad, tienen menos autoestima y confianza en sí mismos que los chavales que han tenido libertad para aprender de sus errores. «El mensaje que hay detrás de ‘papá y mamá lo arreglan todo’ es ‘tú no sabes hacer nada’ –recuerda la psicóloga–. Son menos autónomos, más dependientes y manipulables; les cuesta hacerse responsables de sus actos y tomar decisiones. Incluso hay estudios que indican que son más propensos a ser víctimas de acoso escolar».
«La sobreprotección no prepara a los niños para aceptar, asumir y superar el sufrimiento físico y moral, que es algo que les va a ocurrir seguro», resalta García Amilburu. La experta pone como ejemplo los deberes escolares, que encuentran una oposición férrea por parte de muchos alumnos y –lo que es más curioso– de sus familias. «Toda esa cultura del ‘éxito fácil’ y el ‘dinero fácil’ es peligrosa. Lo bueno cuesta esfuerzo. No se trata de machacar a los niños porque sí, de ponerles las cosas complicadas. Es que la vida es así», recuerda.
No es raro que estos chicos lleguen a la adolescencia hechos un lío. Son más propensos a la depresión y a los trastornos de ansiedad. «Los padres eran sus dioses proveedores y de pronto tienen que enfrentarse a la vida sin estrategias ni recursos», destaca Álava. «Sobreproteger es desproteger», apostilla Millet.
El juez de menores Emilio Calatayud, coautor de ‘Mis sentencias ejemplares’ (ed. Esfera de los Libros, 2008), ve todos los días a adolescentes que se malogran porque nadie nunca les había parado los pies. Muchos de ellos, chavales de ‘familias bien’ que han convertido a los autores de sus días en esclavos. «Los padres van tapando sus travesuras hasta que dejan de ser travesuras y se convierten en delitos –afirma el magistrado–. Muchas veces no son conscientes del daño que hacen porque nunca les han hecho ver que sus actos tienen consecuencias».
En sus conferencias ante padres atribulados, el pedagogo Gregorio Luri, autor de ‘Mejor educados’ (ed. Ariel, 2014), siempre rompe el hielo con una pregunta: «¿Se consideran ustedes peores padres que los Simpson?». El auditorio se ríe y se relaja: todos, sin excepción, se consideran mejores que el borrachín y desastroso Homer. Pero la familia amarilla, destaca, tiene dos enormes virtudes: una, su amor incombustible; y dos, que cada capítulo comienza de cero, «sin llevar a rastras el memorial de daños que se han hecho unos a otros. Hay que aprender a perdonarse». Al fin y al cabo, los niños no son solo suyos; son hijos del mundo en el que viven.
A su juicio, la sobreprotección es fruto de la inseguridad con la que muchos adultos viven la paternidad. «Tienen una voz interior que les lleva a interrogarse por todo lo que hacen: si castigan, la voz les dice que tenían que haber sido más dialogantes; y si no castigan, les reprocha por ser demasiado blandos», lamenta Luri. En su opinión, los niños tienen derecho a unos padres relajados. Y estos, a ser imperfectos.
«Yo tuve la suerte de crecer en una familia pobre en un pueblo de Navarra donde los chavales, en cuanto tenían uso de razón, tenían que salir al campo a ayudar. Teníamos una gran autonomía de movimientos. Mis nietos hoy no tienen el más mínimo ámbito en el que vivir sin la supervisión de sus padres», subraya el maestro. No es culpa de nadie; simplemente, las cosas han cambiado.
A veces, la teoría nos convence pero no nos atrevemos a ponerla en práctica. La periodista neoyorquina Lenore Skenazy vivió en sus carnes esa contradicción: le dio a su hijo de 9 años 20 dólares y un mapa del metro y le dejó volver solo a su apartamento de Queens desde la otra punta de la ciudad. Después lo contó en su columna. En los medios y las redes sociales se armó una bronca monumental: la escritora fue declarada ‘La Peor Madre del Mundo’. En respuesta, ella fundó un movimiento, Free Range Kids, para «luchar contra la creencia de que nuestros hijos están en constante peligro a causa de la gente rara, el secuestro, los gérmenes, los exhibicionistas, la frustración, el fracaso, los ladrones de niños, los bichos, los matones, los hombres, las noches en casa de amigos o la fruta no orgánica». Por cierto, Izzy llegó a casa sano y salvo y abrazó a su madre. Estaba feliz con su juguete recién estrenado: la independencia.
Fuente: www.abc.es
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