Hace poco, alguien que —perdonen la expresión— se está forrando me confesó que no sabía muy bien en qué gastar ese dinero, entre otras cosas, porque tampoco le quedaba mucho tiempo libre. Me alegra admitir que es uno de esos problemas que jamás tendré. No porque fuese a saber muy bien en qué gastar mi fortuna, sino porque forrarme, lo que es forrarme, lo veo lejano.
La reflexión era interesante: su más o menos improvisada riqueza era una consecuencia coyuntural de su éxito laboral, algo sobrevenido y no buscado, pero que no tenía nada que ver con él. No se sentía identificado con tener mucho dinero, que es contradecir todas nuestras ideas modernas sobre el éxito. Su forma de vida era el reflejo de esta paradoja. Seguía haciendo lo mismo en su tiempo libre, viviendo en el mismo lugar, quizá yendo a algún restaurante un poco más caro o permitiéndose algún capricho más. Nuevos ricos que no saben cómo serlo.
Ser resulta extremadamente caro, pero ser uno mismo es mucho más asequible, aunque nos quieran convencer de lo contrario
Recordé su razonamiento cuando vi en Twitter una de estas publicaciones virales en la que una chica decía "no puedo esperar a ser económicamente estable para permitirme ser quien realmente soy". Debió tocar una tecla sensible, porque en este momento tiene 137.000 retuits, 376.400 "me gusta" (¡casi el doble de la población de Móstoles) y la aprobación del que firma, que adora las frases que con poco dicen tanto.
¿Cuánto dinero nos cuesta ser quienes somos? ¿Qué relación tienen nuestros ingresos en nuestra identidad? La respuesta pone de manifiesto las contradicciones de nuestra época, en la que resulta tremendamente caro ser, pero muy barato ser uno mismo, aunque pensemos (y nos vendan) lo contrario, como base de la sociedad de consumo y del éxito neoliberal. Una de las grandes luchas del ciudadano contemporáneo es la mera supervivencia, la propia y la de las personas que de él dependen; la otra gran pelea, ajustar nuestra identidad a los condicionantes materiales en un entorno de cambio continuo.
La precariedad no es exactamente cobrar poco o nada: es no saber cuánto vas a cobrar y, por lo tanto, ver tu identidad diluida en esa ausencia de continuidad entre el presente y el futuro, mutar continuamente de expectativas. Para ser nosotros mismos necesitamos, por lo menos, saber que nuestra vida presente puede ser nuestra vida futura, y la inestabilidad que comienza a ser estructural al mercado laboral (España tiene la tasa de empleo temporal más alta de la UE) es, básicamente, una exterminadora de identidades.
No hay nada que te impida ser tú tanto como el miedo, la preocupación o la incertidumbre que nos empujan a tomar decisiones que no habríamos adoptado en otras circunstancias. ¿Recuerdan aquella frase que tanto se pronunciaba en los años de la crisis, esa amenaza velada del "cuidado, porque ahí fuera hace mucho frío"? Lo que nos sugería era, con ese perverso paternalismo de la palmadita en la espalda, que cejásemos en ser nosotros mismos y pasásemos a ser quienes la empresa deseaba que fuésemos.
¿Cuánto dinero necesitamos para ser nosotros mismos? Como diría la usuaria 'deprives', al menos el suficiente para garantizar la estabilidad económica. Es posible que en esta ecuación tenga más peso la palabra "estabilidad" que "económica". No se trata del viejo sueño de tener resuelta la vida, sino que basta con saber que a fin de mes algo recibiremos. Esa excepcional situación en la que la riqueza repentina te hace no saber en qué gastarlo tiene su correlato oscuro en la obligación de dejar de ser uno mismo que genera el paro, la pobreza, la rebaja de expectativas. Si la identidad es algo, es tejer un hilo entre pasado, presente y futuro.
Algo cada vez más complicado. Edgar Cabanas y Eva Illouz explican en 'Happycracia' cómo la empresa moderna pasó durante el siglo XX de la psicología humanista a la positiva, provocando una inversión de la pirámide de Maslow que despreciaba el bienestar material en favor de la felicidad y en la que se considera "que la necesidad más básica de los trabajadores que satisfacer es la felicidad personal, ahora entendida como prerrequisito para que otras necesidades de éxito y reconocimiento o de seguridad material puedan ser satisfechas con garantías". El ángulo oscuro de este razonamiento es obviar que el proceso es al revés: la satisfacción emocional es imposible sin la material.
El niño que soñaba con ser jefecillo
Ahora bien, puede ocurrir todo lo contrario (ocurre menos, ¡pero ocurre!) y que el sufrido trabajador cuente con un excedente de dinero. Esto, en teoría, le debería facilitar ser uno mismo, convertir sus sueños en realidad, hacer todo lo que ha deseado desde siempre —o, al menos, desde hace un rato— que es el colmo de lo identitario. Pero creer que el dinero te acerca a conformar tu verdadero yo implicar aceptar la lógica perversa de creer que los ricos son mucho más ellos mismos que los pobres, como si la identidad fuese un lujo que solo algunos se pueden permitir.
Sacrificamos nuestro tiempo libre para obtener más dinero para comprar nuestra identidad, pero al final nos damos cuenta de que nos equivocamos
Lo contó, como siempre, Pierre Bourdieu. Son los gustos de necesidad frente a los gustos de lujo (o de libertad), los que diferencian a aquellos que deben conformarse con productos de necesidad, con las gamas más bajas y con la supervivencia, y aquellos que pueden disfrutar del consumo. Como no queremos aceptar que nuestra identidad es la del superviviente, aspiramos a mostrar a los demás quiénes somos de verdad comprando nuestra libertad con sueldos cada vez mayores. Eso es la clase media aspiracional.
Una vez superado el umbral que impone disponer de techo, comida caliente y cierto colchón que proporcione la seguridad mental necesaria para no sufrir por nuestro futuro, el dinero sirve no tanto para comprar cosas como para recordarnos nuestro estatus. La subida de sueldo no es tanto la posibilidad de llevar una vida mejor, disponer de servicios de mayor calidad o más tiempo de ocio como un reconocimiento de que nosotros lo valemos.
Porque a menudo se llega a dicha posición a través de un injusto intercambio entre tiempo (perdido) y dinero (ganado): sacrificamos nuestro tiempo libre para obtener más dinero para comprar nuestra identidad. Y entonces nos plantamos en las vacaciones y recordamos que nunca fuimos más nosotros mismos que cuando no teníamos un duro, pero todo el tiempo por delante. Pensar que con más dinero podremos cumplir nuestros sueños es una de las trampas más peligrosas en las que hemos caído, porque olvidamos que nunca hay un límite. Ya lo rapea Kate Tempest:
"Nada que puedas comprar te hará más completo
Porque todo consiste en que nos sintamos incompletos
Y por eso buscamos la felicidad en cualquier cosa que nos apetezca a cada momento
Y por eso nunca lo encontraremos
Si estás satisfecho con quién eres y con lo que tienes
No tendrás que comprar nueva ropa o nuevo maquillaje o nuevas sartenes
Para cocinar nuevas recetas
Para nuevos amigos molones
Que te hagan sentir que eres la nueva persona molona que se supone que debes ser"
La paradoja final de la lábil relación entre dinero e identidad, entre sueños y ambiciones. Es posible que ninguno hayamos nacido para pasar ocho (o más) horas sentados delante de un ordenador, obedeciendo órdenes y sometidos a un estrés que es cualquiera cosa menos natural, pero tampoco nadie fantaseó en su juventud con un bonus de fin de año o un aumento de sueldo que le permitiese comprar más cosas. Ningún niño soñó jamás con ser un turista, con comprarse un Mercedes o con un ascenso en la empresa. Solo el dinero nos enseñó a desearlo
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